La política supone la búsqueda y la administración del poder. Pero también supone la construcción de legitimidad para su conquista y ejercicio. Y la construcción de legitimidad no se reduce a la conquista de simpatías ciudadanas. Se trata de obtener consentimiento, tarea de dimensión antropológica, que involucra construir un imaginario a través de la proyección de valores e ideas-fuerza sobre el conjunto de la sociedad. En suma, ejercicio de liderazgo y construcción de cultura.
A principios del siglo pasado, los colorados supimos hacerlo con éxito. Pero carecimos de ese impulso en la segunda mitad de ese siglo. No porque la orientación de las políticas proyectadas y ejecutadas fuera incorrecta —muy por el contrario— sino porque esa orientación no estuvo acompañada de esa formidable capacidad de generar un nuevo imaginario que sí tuvieron los colorados de José Batlle y Ordóñez. La consecuencia de ello fue un modelo económico-social correcto, pero carente de legitimidad suficiente.
Precisamente, el imaginario uruguayo identifica la aparición del estatismo con la gestión y prédica de don José Batlle y Ordóñez y sus epígonos, aunque el intervencionismo estatal precede al primer batllismo en varias décadas. Sin embargo, puede concederse que ese intervencionismo estatal trasciende decididamente la mera ejecución de políticas para adquirir el de ideología nacional a partir de la formidable obra de don José Batlle y Ordóñez, consolidándose a lo largo de sucesivos gobiernos, tanto batllistas como no batllistas. Esa ideología se nutrió de diversas fuentes, abrevando tanto en el racionalismo espiritualista krausiano, como en el solidarismo, en las ideas socialistas y también, en especial a partir de 1933, en las experiencias corporativistas europeas, que constituyeron un poderoso foco de seducción política para muchos de quienes acompañaron la ruptura institucional del 31 de marzo de 1933.
Entre las virtudes de ese modelo podemos citar la integración social y la afirmación del pluralismo político, una vez finalizado el ciclo de guerras civiles y la ruptura institucional de 1933.
Pero como contrapartida, se estimuló una cultura de búsqueda de la seguridad y de aversión al riesgo, así como la ilusión de que Uruguay era una nación irrepetible y la creencia de que el Estado debía —y podía— constituirse en el gran proveedor de felicidad colectiva e individual, eludiendo toda reflexión en torno a que alguien necesariamente tenía que pagar la cuenta.
Aquel modelo de desarrollo, naturalmente, requería ciertas fuentes de financiamiento que aseguraran su viabilidad. Y éstas debían ser el comercio exterior y la inversión extranjera. Pero el propio modelo se encargó de obliterar esas fuentes. En tal sentido, la implantación del control de cambios, en 1931, a impulsos de colorados batllistas y no batllistas, luego devenido control de exportaciones e importaciones, el galimatías de los tipos de cambio múltiples, así como otras decisiones —adoptadas a lo largo de las décadas sucesivas— que profundizaron el dirigismo, resultaron en una autoinflingida capitis diminutio para comerciar internacionalmente, obturándose así una de las principales fuentes de crecimiento económico y de financiamiento del propio modelo.
Así, el estancamiento —consecuencia inevitable de un régimen autárquico— llegó a mediados de los años 50, sorprendiendo al Partido Colorado sin modelo alternativo.
En los años 60 comienza a insinuarse la emergencia de un nuevo modelo de desarrollo que pusiera fin a la imposible autarquía de la economía uruguaya y, por esa vía, lograr salvar aquellos aspectos sustantivos del antiguo y ya inviable modelo. Ese nuevo modelo reconoce una matriz liberal y se sustenta en la disciplina fiscal y monetaria y en una economía progresivamente abierta, aunque procurando preservar el núcleo duro de los instrumentos de aquellas políticas “amortiguadoras” que sin duda habían arrojado resultados positivos. Al Estado ya no se lo concibe como el hacedor directo de la prosperidad, ni como el proveedor de última instancia, sino como al garante de los equilibrios y el árbitro ante los conflictos de interés en defensa del interés general. No es el “Estado mínimo”, al decir de Guy Sorman, no es un “Estado desertor”, pero ya no es —en esta nueva concepción— el gran decisor discrecional.
Ese esfuerzo, sin embargo, no fue acompañado de una estrategia de incorporación de nuevos valores e ideas-fuerza que permitieran ir construyendo una base de legitimidad para ese nuevo modelo de desarrollo. No fue acompañado en el plano nacional, pero tampoco lo fue en el plano partidario, lo que condujo a la pérdida de convicción de la militancia, que tampoco entendía por qué el cambio.
En otros términos, el sueño estatista no fue reemplazado por otro, sino —apenas— por una batería de políticas. La ejecutoría de gobierno no generó ideología explícita. Y en lugar de apelarse a un discurso entusiasta, que subrayara las virtudes y posibilidades que el nuevo modelo nos abría, se optó por un discurso “posibilista”, de conciencia culpable y que pedía paciencia para retornar al pasado en que el gasto público era la llave de la felicidad. Cada tanto se sucumbía a la demanda de mayor gasto, para retornar poco después al inevitable ajuste.
La izquierda marxista, que nunca contó con un modelo de administración del capitalismo, por cuanto su objetivo histórico era reemplazarlo por el socialismo, echó mano de un discurso afín con el imaginario uruguayo. Y lo hizo con éxito. En suma, se apuntaba a conservar aquellos aspectos más característicos del instrumental político “batllista” (empresas públicas, monopolios, autarquía) y a la profundización de los costados socialistas del modelo estatista. De allí que el derrumbe del mundo socialista de los 90, lejos de afectar la imagen de la izquierda, la fortaleció. Porque le permitió desprenderse de la pesada mochila marxista y exhibir la defensa del Estado Batllista como su gran proyecto, en sintonía con un imaginario nacional que convirtiera al pasado en utopía.
El Partido Colorado, hoy, enfrenta un enorme desafío. No exclusivamente el Partido Colorado, también el Partido Nacional y los sectores frenteamplistas que —más allá de diferencias concretas— han comprendido cabalmente cómo funciona el mundo. Pero a nosotros nos preocupa el futuro del Partido Colorado. Y ese enorme desafío tiene, por lo menos, dos componentes fundamentales que deben emprenderse simultáneamente:
1) generar una plataforma programática viable y creíble, dirigida a cortar los nudos gordianos que aún continúan entorpeciendo el desarrollo nacional y la construcción de una sociedad próspera.
2) desarrollar una estrategia de naturaleza cultural, que rompa mitos y genere entusiasmos, a efectos de que no vuelva a ocurrirnos lo de antes: políticas correctas, pero dotadas de una legitimidad extremadamente débil.
En tal sentido, para comenzar a trabajar por el logro de legitimidad para las orientaciones que estimamos correctas debemos comenzar por casa. Explicando claramente a nuestros militantes y simpatizantes en qué consisten esas orientaciones en materia económica y social, que no son diferentes de las que el Partido viene desarrollando desde 1985 a la fecha: modernización de las estructuras del país, dotando a sus diferentes actores de mayor autonomía para desarrollar su creatividad, generando mayores oportunidades para todos, a la vez que preservar —sin perjuicio de su necesaria y permanente modernización— los instrumentos sociales del Estado, a efectos de coadyuvar a que los segmentos ciudadanos más vulnerables puedan escapar de la exclusión económica y cultural.
Pero para que estos instrumentos sociales operen adecuadamente, y no devengan en instrumentos de control político sobre esos sectores poblacionales vulnerables, es imprescindible generar esas nuevas oportunidades que mencionamos en primer término. Para ello, para contribuir al necesario debate programático partidario, ponemos sobre la mesa las siguientes iniciativas en tres área claves para la construcción del verdadero Uruguay productivo, uno que supere la mera calidad de muletilla política, sin contenido alguno.
1. PRODUCCIÓN, INVERSIÓN, EMPLEO Y SALARIOS
Los aspectos mencionados en el subtítulo se encuentran indisolublemente relacionados, junto a otros más, como —por ejemplo— la educación, la inserción internacional del país, la energía o las telecomunicaciones.
El oficialismo —aun antes de acceder al gobierno— hizo del eslógan “Por un Uruguay Productivo” uno de sus mantras favoritos. Pero como en otros casos, el mismo no ha sido más que una apelación hueca, que diferentes núcleos, tanto del gobierno como de sus asociados en la sociedad civil, han empleado con sentidos diversos, frecuentemente contradictorios y —no menos frecuentemente— como cobertura retórica para impulsar agendas ideológicas y/o crudamente corporativas.
Es claro, así, que para una buena parte de la izquierda, el “desarrollo productivo” consiste en brindar subsidios y extender el campo de acción del Estado empresario. No conciben el desarrollo de otro modo. Aún más: hay un rechazo apenas disimulado a cualquier emprendimiento productivo que no involucre la presencia estatal de un modo u otro.
Ese enfoque conduce, en el plano estrictamente económico, a la destrucción de riqueza y, por consiguiente, al empobrecimiento relativo de la sociedad en su conjunto. El impulso y/o el mantenimiento de actividades artificiales, que no pueden sobrevivir sin la asistencia estatal, sólo destruye riqueza, por cuanto supone una asignación ineficiente de los recursos de la economía. Sólo podría justificarse esgrimiendo poderosas razones de orden estratégico para el país. Razones que, a la hora de la verdad, suelen ser falacias dirigidas a encubrir la defensa de intereses particulares.
Pero además de esas nefastas consecuencias en el plano económico, también son nefastas las consecuencias de este enfoque en el plano político y cultural. Por lo pronto, concentra poder en el personal político y en la burocracia, minando los cimientos republicanos de la nación. Pero además de ello, genera una cultura social de dependencia respecto del poder del Estado. En definitiva, un proyecto económico estado-céntrico es esencialmente antirrepublicano y conspira no sólo contra la construcción de una sociedad próspera sino, también, de una sociedad libre.
Precisamente, cualquier gobierno debería contar entre sus grandes metas el desarrollo de las PYMEs y el trabajo independiente (autoempleo), mediante estímulos genuinos que supongan facilitar su creación y supervivencia. Y por razones muy poderosas.
En el plano socio-económico, las PYMEs y el trabajo independiente contribuyen a disminuir el desempleo (las PYMEs son las empresas que generan más puestos de trabajo, en Uruguay y en todo el mundo).
En el plano político, a su vez, tanto las PYMEs como el trabajo independiente diseminan la propiedad y, por consiguiente, el poder.
Y en el plano cultural —de primordial relevancia—, las PYMEs y el trabajo independiente permiten el desarrollo de una comunidad dinámica, conformada por individuos emprendedores y con un fuerte sentido de independencia personal, donde se establezcan auténticos lazos de cooperación y solidaridad, no la solidaridad retórica que opera como cobertura para el egoísmo corporativo y el estímulo a la mediocridad.
Empero, en el Uruguay de hoy, convertirse en pequeño empresario o en trabajador independiente es, al mismo tiempo, engorroso y caro. Así, el estímulo empuja a las personas a convertirse en asalariados. Y si se trata de asalariados públicos, tanto mejor. Ello conspira contra la innovación, contra el estímulo al espíritu emprendedor y contra la “construcción” de una sociedad de ciudadanos auténticamente libres, que no estén sometidos a servidumbres de naturaleza partidaria o sindical.
Aún peor: a través del malhadado IRPF, hoy Uruguay ha optado por castigar tributariamente no a los segmentos más ricos, ya que éstos cuentan con la capacidad de eludir eficazmente la voracidad fiscal, sino a los sectores más dinámicos de la sociedad. Ese es un lujo que Uruguay no puede darse. Porque el planteo filosófico del IRPF se reduce al terrible mensaje de que trabajar más duro para progresar no vale la pena.
Ese castigo al éxito personal es perfectamente consistente con una visión largamente arraigada en el “progresismo” criollo, que advierte en cada persona exitosa a un aprovechador malsano, a un abusador, que tiene la insolencia de elevarse por encima de la medianía. Es curioso —y absurdo— pero en esa visión —que la reforma tributaria recoge puntillosamente— si alguien hace fortuna con un golpe de suerte en un juego de azar y la invierte en papeles de deuda, no será interpelado por nadie. Pero si la hace mediante un esfuerzo emprendedor, creando riqueza para sí y para los demás, generando empleo y demandando suministros, automáticamente devendrá “enemigo”, merecedor de la desconfianza pública y del ensañamiento tributario estatal. Otra prueba de ello es que en el universo “progresista” —estrictamente retardatario— los emprendimientos desde la pobreza o la dificultad económica son mirados con simpatía, pero basta que alguno de esos emprendimientos comience a funcionar exitosamente y se independice de toda muleta, para que inmediatamente se lo comience a mirar de reojo y pase a estar bajo sospecha de traición ideológica. ¿Acaso es un secreto que la experiencia de FUNSA es intragable para buena parte de la “izquierda”?
Pero a esa impronta “roussoniana”, por así decirlo, esta reforma tributaria suma un margen de discrecionalidad gubernamental para dispensar favores de coyuntura, de acuerdo a las prioridades de orden político de los titulares ocasionales del Poder Ejecutivo. Se refuerza, así, la necesidad de los actores económicos no de ser más eficientes e imaginativos, sino de hacer méritos frente al poder de turno.
Por consiguiente, por un lado se consagra jurídicamente el mérito de la mediocridad y, por otro, se estimula la búsqueda del favor político. Todo un programa consistente con la implementación de un proyecto de poder hegemónico, sustantivamente antiliberal, que requiere una sociedad domesticada, donde nadie haga olas y todos miren hacia el poder como su principal proveedor de prosperidad.
Todo lo contrario a la filosofía que ha inspirado al Partido Colorado a lo largo de toda su historia. No en balde José Batlle y Ordóñez se oponía a todo impuesto al trabajo. Y por ello sostenía que “la felicidad pública sólo florece y se perpetúa donde cada ciudadano es un ser consciente y libre”.
En definitiva, un espíritu de rechazo al progreso e independencia creciente de las personas permea el conjunto de la gestión “progresista”. Y es lógico que así sea, porque una sociedad de individuos independientes se da de bruces contra la pretensión —cada vez más evidente— de construir un proyecto político hegemónico.
En materia de inversión, como señalara a fines del año pasado el economista Ernesto Talvi, existen severos riesgos de que Uruguay devenga una “economía de enclave”. Esto es, un país en el que existan importantes inversiones en determinados enclaves políticamente garantizados, como es el caso de Cuba con la industria turísitica, garantizada por un régimen dictatorial que negocia ventajas recíprocas con los inversores privados y les asegura un régimen especial (el enclave) en esa área de actividad.
Uruguay ha comenzado a generar enclaves, como el de las grandes inversiones en la industrialización de la madera para la producción de celulosa. Esos grupos económicos no arriban al país e invierten espontáneamente, en el marco del régimen jurídico comercial general, sino que demandan regímenes especiales (tratados de protección de inversiones, zonas francas, etc.). Y lo hacen porque el régimen general no es suficientemente atractivo para la concreción de esos megaproyectos.
Esta administración, lejos de mejorar el marco general, para reducir la necesidad de enclaves, lo ha agravado. La prohibición de que sociedades anónimas al portador sean titulares de inmuebles rurales, con las excepciones que el Poder Ejecutivo establezca, constituye un atentado a la igualdad de condiciones y abre la puerta a la corrupción, ya que radica en los titulares políticos del MEF y el MGAP nada menos que el ominoso “poder de la lapicera”, ese que permite discrecionalmente autorizar o no un emprendimiento a partir de un poder prácticamente discrecional.
El destino del empleo y los salarios, a su vez, está indisolublemente ligado a lo que ocurra con la inversión. Los salarios sólo crecen sostenidamente en la medida que la demanda de empleo crezca también sostenidamente, en las diversas ramas de actividad. La fijación administrativa de salarios (los Consejos de Salarios no son otra cosa que una variedad especial de fijación administrativa de salarios), descontextualizada de las condiciones concretas de cada rama de actividad —y aun de cada empresa— (productividad, situación de los mercados objetivo, tipo de cambio, etc.) termina conduciendo a la concentración empresarial y al desempleo.
Frente a las constantes referencias oficiales al crecimiento registrado en las inversiones, es notorio que se omite señalar que ello se debe, sustancialmente, a inversión extranjera en infraestructura ya existentes o en “enclaves” como los ya referidos. Pero no se advierte un crecimiento en la inversión doméstica, porque la hostilidad objetiva hacia las empresas (en lo laboral y en el respeto al derecho de propiedad) hace que cada decisión de inversión deba ser largamente meditada.
Las inversiones tampoco crecerán en forma significativa (nos referimos a las inversiones bajo un régimen general y no aquellas que se acercan por el otorgamiento de ventajas especiales) si Uruguay no adopta una decidida política de apertura e inserción en el mundo, terminando así con la dependencia de una región que no sólo nos ignora, sino que —en hechos y palabras— entiende que Uruguay está destinado a jugar un papel secundario y subordinado.
Si se conviene en el análisis precedente, el corolario natural del mismo deberá ser el impulso de políticas que alienten espontáneamente la inversión privada y, por su intermedio, la generación de emprendimientos en los más diversos campos del quehacer económico. En tal sentido, no hay mucho para inventar y las claves pueden resumirse en:
· Vigencia del Estado de Derecho.
· Estabilidad del universo normativo.
· Intangibilidad de los contratos.
· Igualdad en el tratamiento a todos los proyectos de inversión.
· Legislación regulatoria de la negociación colectiva equilibrada y estable (ver capítulo específico).
· Régimen tributario neutro, no invasivo y “liviano” (que no estimule la evasión ni la elusión), lo que supondrá necesariamente la derogación, más temprano que tarde, del IRPF.
· Gasto público que crezca menos que la economía.
· Marco normativo y tributario que facilite y aun estimule la creación y supervivencia de empresas, incluyendo, muy especialmente, las pequeñas y micro empresas y aun las empresas unipersonales.
· Promoción efectiva de la competencia en todos los mercados. La Ley de Libertad de Comercio y Preservación de la Libre Competencia, aprobada en este período e impulsada por el Ministerio de Economía y Finanzas, ha sido un paso extremadamente positivo en el papel. Pero la misma no ha contado con una ejecución efectiva e, incluso, es contradictoria con otras políticas que se desarrollan desde el gobierno y que han terminado primado sobre el nuevo instrumento jurídico.
· Inserción internacional amplia y profunda, que facilite no sólo el incremento de los términos de intercambio del país sino —especialmente— un dramático incremento de la tasa de inversión, bajo un régimen general, tanto por inversiones extranjeras como locales.
· Sistema educativo que —esencialmente— aporte las bases para que los ciudadanos aprendan a aprender.
2. TELECOMUNICACIONES
El sector de las tecnologías de la información y la comunicación (“TICs”) constituye uno de los sectores más dinámicos y con mayor capacidad de crear prosperidad, en forma directa e indirecta. En Uruguay, el desarrollo de este sector ha sido desigual. En el sector de la producción de software, por ejemplo, Uruguay ha exhibido un dinamismo que ha hecho punta en América Latina. Y lo ha hecho siguiendo las reglas del mercado. En cambio, en aquellas áreas en que ANTEL juega un rol monopólico o cuasi-monopólico, ese desarrollo se ha visto severamente limitado.
Un claro ejemplo de ello —afortunadamente superado— lo constituyó la telefonía celular. Antes de la liberalización de ese mercado —caracterizado por el duopolio colusivo de ANTEL y la entonces Movicom—, la telefonía celular constituía una tecnología sólo accesible para unos pocos. ANTEL llegó a considerar que la demanda estaba “satisfecha”, lo cual era un verdadero sinsentido. Considerar que una demanda se encuentra “satisfecha” sin contar con un sistema de precios producto de un mercado en régimen de competencia, es imposible.
Sin embargo, bastó que la administración del Partido Colorado tomara la revolucionaria decisión de romper ese duopolio, incorporando a un tercer actor (con la férrea oposición del Frente Amplio y del sindicato de ANTEL) y subastando los espacios radioeléctricos necesarios —brindando así transparencia al proceso— para que esa demanda que ANTEL estimaba “satisfecha” en realidad estallara, convirtiendo a esa TIC en un bien de acceso prácticamente universal en todo el país. El efecto profundamente democratizador de esa decisión política, constituye una prueba incontrastable del efecto perverso que, a la inversa, los mercados no competitivos tienen sobre el acceso a bienes y servicios por parte de la gente. Hoy nadie osa desafiar aquella decisión, salvo minorías asociadas al usufructo de rentas monopólicas, porque sus beneficios son tangibles y ostensibles, por más que la mezquindad política impida efectuar un reconocimiento expreso del error, como ha ocurrido también en otras áreas, como la portuaria.
Otro ejemplo, pero por la contraria, es el de la trasmisión de datos. Mantenida como un cuasi-monopolio de ANTEL, ha convertido el acceso a internet en un bien aún relativamente caro y de calidad mediocre. Ello no sólo dificulta el acceso a internet a buena parte de los uruguayos, sino que —por el mismo motivo— dificulta la creación de microempresas o empresas unipersonales que utilicen a internet como medio de trabajo y la posibilidad de llevar a cabo teletrabajo.
Esa presencia hegemónica —cercana a la configuración de un monopolio— surge de una política carente de todo sustento jurídico, consistente en sostener que en la medida que los datos viajan por las líneas de telefonía fija (en el caso del adsl), debe computarse al monopolio legal del ente ese servicio. En razón de tan caprichosa —como absurda— lectura del privilegio jurídico que conserva, ANTEL ha logrado minimizar y mantener bajo control la competencia que a su servicio telefónico suponen las llamadas y videollamadas por internet. Cuanto menos gente pueda acceder desde su hogar a internet, menor riesgo correrá el privilegio que se detenta.
Disminuir la brecha digital, empero, se transforma en un imperativo no sólo de naturaleza puramente económica, sino de naturaleza ética, porque los uruguayos —todos ellos— tienen derecho al acceso a los bienes culturales y a las posibilidades de progreso que significa internet. Esa brecha digital sólo podrá ser superada cortando de un certero golpe el nudo gordiano de un monopolio carente de sustento jurídico pero, por sobretodo, carente de sustento ético.
La explosión que experimentaría la demanda de acceso a internet —que nadie se atreve a calificar como “satisfecha”— si se produjera la liberalización de la trasmisión de datos, tendría efectos multiplicadores en los más diversos campos del quehacer nacional. Desde el desarrollo de un área de negocios específica, con la aparición de varias empresas dedicadas a la trasmisión de datos, la provisión de servicios de acceso a internet y la creación de servicios de valor agregado, hasta el florecimiento de una miríada de pequeñas empresas que, debido al abaratamiento del acceso a internet por la aparición de un mercado competitivo, podrían llevar adelante las más diversas actividades a distancia, estimulando así el trabajo independiente. En suma, una genuina liberalización de la trasmisión de datos supondría un salto cualitativo mayúsculo en la ampliación dramática de los márgenes de libertad de las personas.
Precisamente, de ello se trata, de que las personas sean cada vez más libres. Las empresas del Estado no son un fin en sí mismas. Su naturaleza es sustancialmente instrumental. En el caso concreto, ANTEL no puede ser defendida a costa de la libertad de la gente. Paradójicamente, una empresa que proclama entre sus objetivos “contribuir a la inclusión social por vía de las telecomunicaciones”, en realidad opera como un obstáculo al acceso democrático a tecnologías esenciales en el mundo de hoy.
Por consiguiente, se propone en el sector Telecomunicaciones:
Liberalización explícita de todos los mercados de las telecomunicaciones. En los hechos, el mercado de la telefonía fija seguirá siendo monopólico, por cuanto no reviste atractivo alguno para operadores privados. Empero, todos los servicios de valor agregado que pueden emplear la red de telefonía fija —como el de trasmisión de datos— deben poder desarrollarse por cualquiera, pagando un canon a ANTEL por el empleo de su red, el cual deberá ser fijado por la URSEC. Es cierto que la presencia hegemónica carece de sustento jurídico sólido —ya lo hemos señalado— pero a efectos de evitar tales equívocos interpretativos, un marco legal que explícitamente permita —e incluso estimule— la libre competencia en este segmento de mercado, constituye la solución ópitma para terminar con un estado de cosas claramente antidemocrático.
El efecto democratizador de una liberalización de esta naturaleza, también será profundo (como ocurrió con la telefonía celular) y probablemente hará más por la disminución de la brecha digital que varios Planes Ceibal juntos.
Creación de empresas diferentes a partir de las actuales unidades de negocio de ANTEL. Ello supondría la creación cuatro empresas distintas: de telefonía fija, de telefonía móvil, de trasmisión de datos y de larga distancia. Es una medida que impide subsidios cruzados (éstos deben ser explícitos y directos) y, además, evita el abuso de posición dominante.
Fortalecimiento institucional de la URSEC para que regule el mercado y estimule efectivamente la competencia (no para ayudar a ANTEL a frenar el progreso a efectos de que todos paguemos sus ineficiencias). Ello necesariamente supondrá otorgar ese organismo —al igual que a la URSEA— un estatus jurídico diferente al actual (el estatus ideal es el establecido por el art. 220 de la Constitución de la República). Precisamente, en un esquema de mercados competitivos en el área de las comunicaciones, el gran actor estatal deberá ser la URSEC, dotada de los mecanismos jurídicos, presupuesto e infraestructura necesarios para que se erija en un fuerte regulador de mercados, defendiendo a los consumidores frente a los proveedores de servicios, privados y estatales, por encima de cualquier otra consideración ideológica. En el campo de las telecomunicaciones, la URSEC hoy va detrás de ANTEL. En el esquema que proponemos, la URSEC devendrá el gran actor y ANTEL será un proveedor más, sujeto a las regulaciones de aquella como cualquier otra empresa.
3. ENERGÍA
El sector energético constituye uno de los más graves cuellos de botella que hoy enfrenta la región y, en particular, Uruguay. Nuestro país no puede sostener tasas de crecimiento importantes con la actual capacidad de producción energética. No sólo porque ésta ya es insuficiente, sino porque no habrá nuevas inversiones de envergadura si el país no es capaz de asegurar un flujo de energía abundante y a precios razonables.
Como en el sector Telecomunicaciones, el país hace mucho tiempo —demasiado— que es rehén de los intereses corporativos asociados a los monopolios —legal uno, ilegal el otro— que detentan ANCAP y UTE.
Por un lado, esos monopolios han transformado estrategias de puro cuño corporativo en estrategias de carácter nacional, en las reales políticas energéticas, tornando evidente así la acumulación de poder que esas burocracias han alcanzando (desafiando no sólo el orden institucional republicano, sino el ordenamiento jurídico mismo, como el descarado desconocimiento de la Ley de Marco Regulatorio del Sector Eléctrico que viene perpetrando hace más de una década la UTE, a vista y paciencia de todo el sistema político). Por otro, han impedido la innovación y la experimentación en materia de generación energética, quedando el país prisionero de esquemas que repetidamente se han demostrado como insuficientes y onerosos, esto es, ineficaces e ineficientes.
Uruguay no resiste más este estado de cosas. Porque contrariamente al “saber convencional” que la conjunción de esos intereses corporativos y los ideologismos trasnochados han sabido diseminar con éxito, la perpetuación de esos monopolios no ha hecho sino profundizar los lazos de dependencia del país, comprometiendo severamente su soberanía por ser ésta, la energética, una área estratégica del país. Adicionalmente, compromete el crecimiento económico, por cuanto la inseguridad en la provisión de energía constituye un factor —uno de varios— que ahuyenta cualquier inversión de envergadura en el campo productivo.
Sin duda alguna, al Frente Amplio le cabe una enorme responsabilidad en este estado de cosas. En el presente, desde ya, por la ausencia de una política decidida que exprese una estrategia concreta para superar ese cuello de botella. Pero el Frentea Amplio también tiene responsabilidades pasadas, por su colusión sistemática con aquellos intereses corporativos ya mencionados, oponiéndose a cualquier intento de introducir reformas imprescindibles. Hace poco, algunos han reconocido el error. Más vale tarde que nunca, pero el atraso al que contribuyeron decididamente es imperdonable, especialmente si de ese reconocimiento no se desprende acción alguna para enmendar el error.
Empero, sería muy sencillo —pero poco honesto— atribuir exclusivamente al Frente Amplio esta situación. Porque más allá del rol superlativo de esa fuerza política en la perpetuación de estos esquemas contraproducentes, no cabe la menor duda que las administraciones precedentes también tuvieron su cuota de responsabilidad. La Ley de Marco Regulatorio del Sector Eléctrico está vigente desde 1997 (fracasando el Frente Amplio y las corporaciones en su intento por derogarla), pero nunca llegó a avanzarse en su implementación, permitiendo en los hechos a UTE continuar ejerciendo el rol de decisor de facto de las políticas energéticas en el sector eléctrico. En tal sentido, los colorados no podemos mirar para el costado, como si hubiéramos sido meras víctimas de conjuras ajenas (aunque sí las haya habido) y no tuviéramos también —por omisión— nuestra cuota de responsabilidad.
Por consiguiente, se propone:
Instrumentación efectiva de la Ley 16.832 de Marco Regulatorio del Sector Eléctrico de 1997. Hasta ahora se ha venido operando a tranco de pollo, como ya hemos dicho. Teóricamente el Despacho Nacional de Cargas (DNC) es manejado por la Administradora del Mercado Eléctrico, el ente a cargo de la administración del mercado mayorista de energía eléctrica, pero su operación efectiva sigue en manos de UTE. A fines de mayo de 2008, la Asociación Uruguaya de Generadores Privados de Energía Eléctrica (AUGPEE) reclamó al gobierno que el DNC efectivamente pase a mano de ADME porque hoy UTE es juez y parte. Pero el gobierno avanza despacio mientras la crisis energética estrangula al país cada vez más. Cada tanto se licitan unos pocos MW (primero fueron 36, después 24), pero así no se va a lograr la conformación de un verdadero mercado mayorista. Es claro que para atraer inversiones en el área de generación de energía eléctrica se debe eliminar esos topes absurdamente bajos. Menos de 100 MW no hace atractivo el negocio. Hoy la UTE no acepta comprar 100 MW a privados —amparada en los topes fijados por el Poder Ejecutivo—, pero generarlos por sí misma le cuesta carísimo. No podemos seguir atados a esta política de la UTE —porque en los hechos es una verdadera política— del perro del hortelano: UTE no genera, porque no tiene cómo, pero no deja generar tampoco a los demás. En la filosofía corporativa que anima al ente, el apagón es preferible a la generación privada. Es imprescindible terminar de una vez con este estado de cosas y que se cree de una buena vez un mercado con reglas claras, transparentes y criterios objetivos, alejados de la discrecionalidad de la administración.
Fortalecimiento institucional de la URSEA (Unidad Reguladora de los Servicios de Energía y Agua), a efectos de que regule efectivamente el mercado proveedor de energía, en el mismo sentido que el ya señalado para la URSEC.
Creación de dos empresas distintas a partir de la actual UTE, ambas como personas de derecho público no estatal o, directamente, como sociedades anónimas. Una empresa concentrada en la generación de energía eléctrica, que operaría en régimen de competencia con los privados. Y otra empresa, que será por buen tiempo monopólica de hecho, a cargo de la trasmisión, transformación y distribución. Son tres áreas de negocios distintas que en el mundo frecuentemente son prestadas por unidades empresariales diferentes. Si dejamos a UTE como está, aun en régimen de competencia en el sector de generación, se estará induciendo a que se encubran las ineficiencias e incurra en abuso de posición dominante. Tal vez sea la ocasión para aprobar una nueva ley que amplíe aún más los márgenes de libertad establecidos en la Ley 16.832. Cuanta más libertad haya, en todos los segmentos de la cadena energética, más soberano será el país y mejores condicines brindará para la radicación de inversiones productivas, que generen empleos de calidad.
Derogación del artículo 27 de la Ley 16.832 de Marco Regulatorio del Sector Eléctrico, que impide el desarrollo de la energía nuclear e iniciar inmediatamente estudios de prefactibilidad y de impacto ambiental para la instalación de una central nuclear en el plazo de una década.
Replanteamiento de una ley de desmonopolización y de asociación de ANCAP, finiquitando el proceso asociativo de facto que esa empresa ha desarrollado con la venezolana PDVSA en un marco de opacidad, que obedece más a razones de naturaleza ideológica antes que de eficiencia en la provisión de combustible al país. Si ANCAP debe asociarse (no es probablemente el mejor esquema), es imprescindible que el proceso sea transparente, como se preveía en la Ley 17.448, derogada en diciembre de 2007.