La inseguridad pública es uno de los temas de mayor preocupación de la ciudadanía. Lo dicen las encuestas de opinión y lo confirman los datos objetivos, pero alcanzaría con lo que se palpa en la calle. La gente está efectivamente insegura; el ciudadano teme ser víctima de una agresión violenta, de que no se respete su integridad física o que se atente contra su propiedad privada. No puede disfrutar de la intimidad del hogar sin miedo a ser asaltado o dejarlo solo sin el temor de encontrarlo saqueado a su regreso. La población siente miedo, por sí y por los suyos, de circular tranquilamente por las calles, más aún de transitar por zona despoblada y, aún más grave, compartir determinados espacios públicos con sus conciudadanos.
Ante estos temores algunos sectores de la población desarrollan conductas preventivas (instalación de rejas y alarmas, compra de armas de fuego con fines defensivos, etc.) y evita determinados comportamientos (caminar de noche por las calles, dejar solo el hogar, etc.), que acaban por afectar la vida cotidiana del individuo y de la propia comunidad hasta en los pequeños detalles. No estamos, pues, ante lo que debería ser una vida normal, en orden y convivencia. Esta es una realidad que, honestamente, nadie puede atreverse a desmentir.
No hay duda que la llamada “sensación” de inseguridad no guarda una relación estricta con el número de delitos o con la probabilidad estadística de ser víctima de uno de ellos. Sin embargo, esto es parcialmente correcto. Un análisis serio no puede desconocer otros aspectos trascendentes.
En primer lugar, el explosivo incremento del número de delitos en general en las dos últimas décadas y específicamente en los hurtos y las rapiñas en los últimos años, evidencia de por sí, en forma primaria pero en términos muy concretos, un significativo deterioro en la seguridad.
En segundo lugar, sabido es que a un cambio cuantitativo que supone el aumento de los delitos, se añade un aún más importante cambio cualitativo producto de un incremento de la violencia, de la utilización de armas de fuego, del descenso en la edad para el inicio en conductas delictivas y de la presencia de otros factores, como el de la droga, que provocan en la población un natural sentido de indefensión, temor y la sensación de riesgo y amenaza cotidiana. Esta es la auténtica realidad que cuestiona la interpretación de la inseguridad como una sensación sin correlato objetivo.
En tercer lugar, y por último, la seguridad, y por tanto la supresión de la inseguridad, no puede estar definida por la ausencia total de delitos —no seríamos una sociedad integrada por seres humanos en ese caso— sino por la convicción ciudadana de que las autoridades competentes estén demostrando con hechos que están haciendo las cosas necesarias para controlar la situación, y que, ante el delito, la población tenga la certidumbre de que el delito paga y que paga más cuanto más grave sea el mismo. Si a la consumación de los delitos y la violencia, le sumamos las bajas expectativas ciudadanas respecto a las políticas del gobierno, lo que tenemos garantizada es la perpetuación del sentido de desprotección. A estos capítulos es a los que hay que abocarse en forma global e interrelacionada.
La inseguridad como un problema estructural
Si existe una cuestión fundamental en lo que hace al necesario encare del tema de la inseguridad, es el hecho de asumir que estamos frente a una problemática de altísima complejidad, pluricausal en su origen y asociada a múltiples factores de riesgo. Los fenómenos de la criminalidad en sus diversas manifestaciones incluyen tantas y diversas dimensiones, que es notorio que la sola referencia a la seguridad implica relacionar esferas que atañen a lo social, psicosocial, cultural, económico, así como a los aspectos judiciales, policiales y de administración en general. Como consecuencia, las políticas de seguridad ciudadana dependen de un número muy grande de variables y circunstancias y su éxito, en rigor, sólo es alcanzable si se contemplan un conjunto de acciones en cada una de esas esferas concomitantemente.
Un tema que podría considerarse característico de aquellas consideraciones que restringen las causas del delito prácticamente a un sólo factor y que tiñe invariablemente los debates constantemente, es el que posiciona a la pobreza en relación de causalidad con la delincuencia.
El frenteamplismo, hoy en el gobierno, sostuvo siempre que la delincuencia se explicaba —y hasta se podía justificar, llegado el caso— por las condiciones sociales. Una de las posibles inferencias de un planteo como el antedicho conduce a reducir el problema a una cuestión de pobres contra ricos, explotados contra explotadores, lo que, claramente, es una explicación parcial y engañosa. No sólo es una cuestión de que pobreza no es sinónimo de delito, sino que, además, no es posible solucionar el problema de seguridad —aunque lo social fuera la única causa detrás del crimen— esperando simplemente que como consecuencia de determinadas políticas sociales se reduzca a la nada la pobreza y, así, eliminar al sujeto delincuente. Por otra parte, despreciar elementos claves en la inseguridad, tales como la presencia de indigentes en las calles, “barras” de drogadictos en las esquinas, limpia vidrios que obligan de “pesados” a “contratar” sus servicios, y otras decenas de situaciones que la gente bien conoce, evidencia estar alejado de un concepto integral de seguridad y es mofarse de las condiciones de tranquilidad con las que uno tiene derecho a vivir su propia vida. No se trata de discriminar, es justamente comprender que la seguridad ciudadana no se aborda con ideologismos y prejuicios.
De cualquier manera, y quizá como reacción a los planteos de la naturaleza como el que se describió, los colorados pudimos incurrir, de cierto modo, en una actitud simétricamente opuesta de la que sería bueno desprenderse. Minimizar la presencia de factores socioeconómicos —llámese pobreza, marginalidad, inequidad, exclusión— como “condiciones sociales de producción” del delito, conlleva culturalizar las conductas de determinados sectores de la sociedad, lo que, de alguna manera, estigmatiza e impide la inclusión de los segmentos sociales involucrados. El discurso batllista especialmente debe incorporar estos aspectos de índole social en su enfoque sobre la seguridad pública.
Estamos frente, entonces, a lo que se entiende es un problema estructural —o sea no dependiente exclusivamente de un único factor, mucho menos meramente coyuntural, sino de un conjunto interrelacionado de componentes— por lo que su abordaje requiere no de simples remedos sino de un plan integral, sistemático, coherente y coordinado.
En ese sentido, entendemos imperioso tomar una serie de medidas consistentes en:
Realizar un profundo estudio sobre criminalidad, violencia, victimización y percepciones ciudadanas, a partir de variables sociodemográficas y singularidades territoriales. Hasta el momento sólo se cuenta con series estadísticas de denuncias de delitos, lo que no es plenamente demostrativo de la magnitud y caracterización del fenómeno del delito (además de verificarse un subregistro).
Realizar un foro de expertos —plural y multidisciplinario— que efectúe un diagnóstico técnicamente sólido de la seguridad, estudie las acciones emprendidas en los últimos años y formule recomendaciones relativas al desarrollo de políticas públicas para reducir los delitos, la violencia y el temor.
Creación de un Consejo Nacional de Seguridad Ciudadana para coordinar la acción de las instituciones del Estado involucradas en el tema y establecer lineamientos para una política de seguridad pública. Debería estar integrado con representantes de los ministerios del Interior, Educación y Cultura, Desarrollo Social, Turismo, Suprema Corte de Justicia, Congreso de Intendentes y Administración Nacional de Educación, habilitándose, además, formas de participación de la sociedad civil. A su vez, podrían crearse consejos departamentales que cumplan similares funciones en sus respectivos departamentos y que coordinen con el Consejo Nacional. Claramente, un abordaje multidimensional como el que sostenemos que se necesita para combatir el delito, requiere una adecuación de la institucionalidad como gestor de la seguridad pública. El camino a recorrer es la conformación de un actor capaz de coordinar y unificar criterios, con competencias definidas y autoridad atribuida en términos concretos.
Algunos especialistas han sugerido que la reducción de la criminalidad depende de la adopción de un enfoque que implique una acción estratégica, racionalmente orientada para problemas bien delimitados sobre la base de diagnósticos consistentes, planificación y evaluación sistemáticas y metas bien definidas, según metodologías adecuadas, operando en condiciones técnico organizacionales apropiadas y adoptando posturas compatibles con las expectativas de los ciudadanos. Sólo así es posible encarar un problema estructural como el que enfrentamos.
Delitos de Mayor Impacto Social
El Gobierno, en un intento desesperado por convencer al ciudadano de que la gestión en seguridad pública va por buen camino, recurre al argumento de que la cantidad total de delitos ha tenido una cierta disminución. Convengamos que, aunque la disminución es saludable, esta forma de medir el índice de criminalidad es superficial y sólo oscurece la realidad, ya que, indudablemente, no todos los delitos tienen la misma importancia y trascendencia social.
Ciertamente, una perspectiva correcta apuntaría a tomar en cuenta los delitos que, en términos de inseguridad e intimidación, poseen un mayor impacto social. Particularmente Chile viene desarrollando este tipo de enfoque desde hace ya algunos años. En el país trasandino se denomina a un conjunto de delitos como “Delitos de Mayor Connotación Social” (robo con violencia, robo con intimidación, robo por sorpresa, robo con fuerza, hurto, lesiones, homicidio y violación, según el Código Penal chileno). A este conjunto de delitos se les atribuye de una mayor trascendencia, se difunden periódicamente estadísticas sobre su evolución, se estudia profundamente el impacto en la población y, por sobre todas las cosas, se dedican los mayores esfuerzos en su combate.
En Uruguay las estadísticas oficiales, manejando correctamente un criterio jurídico, agrupan la mayor parte de los delitos según sean contra la propiedad o contra la persona. Utilizando el criterio chileno y comparando los códigos penales de ambos países, los delitos que deberíamos tomar en cuenta para el Uruguay, y que conjugan delitos contra la propiedad y contra la persona, son: rapiña, hurto, copamiento, lesiones, homicidio y violación. Sin duda, no puede haber dos opiniones sobre la conmoción social que provocan estos delitos —a los que podríamos llamar “Delitos de Mayor Impacto Social”— por lo que la lista de los mismos no plantea dudas. La tasa de los “Delitos de Mayor Impacto Social” para Uruguay ronda los 4.000 delitos cada 100.000 habitantes, tasa superior en un 60% a la que se registra en Chile para sus “Delitos de Mayor Connotación Social”. Particularmente, la cantidad de rapiñas registró un aumento del 3,5% entre los años 2006 y 2007, lo que torna dramática la situación.
En ese sentido, proponemos que se adopte el criterio chileno reconociendo los delitos de mayor impacto social en cuanto a sus consecuencias en términos de inseguridad, estableciendo para los mismos un seguimiento estadístico que contribuya a comprender la real situación de la seguridad ciudadana y, como consecuencia, focalizar las acciones en este tipo de delitos, prestando especial atención a la rapiña, principal flagelo a combatir.
Sentido de protección: juicio y castigo
Lo expuesto en los apartados precedentes comprende en su conjunto un cambio de orientación en la base misma de las políticas públicas de seguridad —enfoque multidimensional, plan integral, nueva institucionalidad y énfasis en los delitos de mayor trascendencia— concerniente a ambientar la concreción de medidas realmente eficientes, al mismo tiempo que la construcción de un sentido de amparo y protección en la población. Naturalmente, la ciudadanía no puede sentir más que desprotección cuando, a la existencia y aumento de los delitos de alto impacto se le agrega la percepción fatalmente comprobada en los hechos de que —además de que el Gobierno pone el acento en el victimario postergando a la víctima— el delito no siempre paga y el criminal, por más aberrante que sea el delito consumado, no es condenado en consonancia con lo terrible de su acción.
Un caso típico son los hechos de violación de menores —muchas veces devenidos en homicidios— que sublevan e indignan, como pocas cosas, a la gente sana. Tenemos la profunda convicción de que es necesario replantearnos el armazón jurídico penal, apuntando a aumentar las penas para los violadores, incluso estableciendo la posibilidad de sumar penas al estilo español, con lo cual algunos criminales tendrían vedada de por vida la salida en libertad. Entendemos que, en la actualidad, un planteo de tal naturaleza no se compadece completamente con ciertas disposiciones constitucionales. Sin embargo, los uruguayos nos debemos un análisis serio en la materia y, si es necesario, debería alterarse la simetría penal y reformar la normativa vigente.
Otro tema vinculado es el de la participación de menores en actos delictivos, especialmente los que incluyen violencia. El debate entre los partidarios de bajar la edad de imputabilidad y quienes no consideran conveniente modificarla lleva muchas décadas. Rompen los ojos los cambios en la estructura social como para no percibir que el fenómeno de la delincuencia juvenil no es, de ningún modo, reproducible en escala y formas a lo que sucedía en el país hace veinte o treinta años atrás y que es posible introducir una clara diferenciación para el caso de los delitos de sangre cometidos por jóvenes menores de dieciocho años.
De cualquier modo, es posible plantearse una medida, en cierta forma complementaria, como la de establecer que se mantengan los antecedentes penales de los menores cuando pasan a ser considerados adultos (se requeriría una modificación del Código de la Niñez y la Adolescencia), eliminando la condición de primario absoluto cuando se llega a la mayoría de edad para el caso de los menores con profuso prontuario.
Prevención y represión
Evidentemente, el panorama no estaría completo si no lo contempláramos con el nivel de las políticas vinculadas al ejercicio de la prevención y represión desarrolladas por las instituciones de la seguridad pública.
En ese sentido, se debe potenciar el efecto disuasivo y preventivo de las fuerzas policiales, que repercuta directamente en una reducción de la cantidad de delitos y en un aumento de la seguridad del ciudadano que percibe la presencia de la Policía. Para ello es necesario multiplicar el patrullaje y aumentar la visualización de la presencia policial (chalecos fluo, cabinas policiales, etc.).
En la misma línea, es prudente estudiar con seriedad y serenidad, el aumento de la participación de efectivos de las Fuerzas Armadas en tareas de prevención, después de los resultados positivos que significó la guardia perimetral de los establecimientos carcelarios.
En muchos sentidos, las acciones disuasivas son, sin duda, la primera barrera de contención de la criminalidad y posee un efecto inmediato y directo en seguridad que pretende sentir el ciudadano, que no aspira a la extirpación del delito pero sí a la certidumbre de que el Estado trabaja por su seguridad.
Ante estos temores algunos sectores de la población desarrollan conductas preventivas (instalación de rejas y alarmas, compra de armas de fuego con fines defensivos, etc.) y evita determinados comportamientos (caminar de noche por las calles, dejar solo el hogar, etc.), que acaban por afectar la vida cotidiana del individuo y de la propia comunidad hasta en los pequeños detalles. No estamos, pues, ante lo que debería ser una vida normal, en orden y convivencia. Esta es una realidad que, honestamente, nadie puede atreverse a desmentir.
No hay duda que la llamada “sensación” de inseguridad no guarda una relación estricta con el número de delitos o con la probabilidad estadística de ser víctima de uno de ellos. Sin embargo, esto es parcialmente correcto. Un análisis serio no puede desconocer otros aspectos trascendentes.
En primer lugar, el explosivo incremento del número de delitos en general en las dos últimas décadas y específicamente en los hurtos y las rapiñas en los últimos años, evidencia de por sí, en forma primaria pero en términos muy concretos, un significativo deterioro en la seguridad.
En segundo lugar, sabido es que a un cambio cuantitativo que supone el aumento de los delitos, se añade un aún más importante cambio cualitativo producto de un incremento de la violencia, de la utilización de armas de fuego, del descenso en la edad para el inicio en conductas delictivas y de la presencia de otros factores, como el de la droga, que provocan en la población un natural sentido de indefensión, temor y la sensación de riesgo y amenaza cotidiana. Esta es la auténtica realidad que cuestiona la interpretación de la inseguridad como una sensación sin correlato objetivo.
En tercer lugar, y por último, la seguridad, y por tanto la supresión de la inseguridad, no puede estar definida por la ausencia total de delitos —no seríamos una sociedad integrada por seres humanos en ese caso— sino por la convicción ciudadana de que las autoridades competentes estén demostrando con hechos que están haciendo las cosas necesarias para controlar la situación, y que, ante el delito, la población tenga la certidumbre de que el delito paga y que paga más cuanto más grave sea el mismo. Si a la consumación de los delitos y la violencia, le sumamos las bajas expectativas ciudadanas respecto a las políticas del gobierno, lo que tenemos garantizada es la perpetuación del sentido de desprotección. A estos capítulos es a los que hay que abocarse en forma global e interrelacionada.
La inseguridad como un problema estructural
Si existe una cuestión fundamental en lo que hace al necesario encare del tema de la inseguridad, es el hecho de asumir que estamos frente a una problemática de altísima complejidad, pluricausal en su origen y asociada a múltiples factores de riesgo. Los fenómenos de la criminalidad en sus diversas manifestaciones incluyen tantas y diversas dimensiones, que es notorio que la sola referencia a la seguridad implica relacionar esferas que atañen a lo social, psicosocial, cultural, económico, así como a los aspectos judiciales, policiales y de administración en general. Como consecuencia, las políticas de seguridad ciudadana dependen de un número muy grande de variables y circunstancias y su éxito, en rigor, sólo es alcanzable si se contemplan un conjunto de acciones en cada una de esas esferas concomitantemente.
Un tema que podría considerarse característico de aquellas consideraciones que restringen las causas del delito prácticamente a un sólo factor y que tiñe invariablemente los debates constantemente, es el que posiciona a la pobreza en relación de causalidad con la delincuencia.
El frenteamplismo, hoy en el gobierno, sostuvo siempre que la delincuencia se explicaba —y hasta se podía justificar, llegado el caso— por las condiciones sociales. Una de las posibles inferencias de un planteo como el antedicho conduce a reducir el problema a una cuestión de pobres contra ricos, explotados contra explotadores, lo que, claramente, es una explicación parcial y engañosa. No sólo es una cuestión de que pobreza no es sinónimo de delito, sino que, además, no es posible solucionar el problema de seguridad —aunque lo social fuera la única causa detrás del crimen— esperando simplemente que como consecuencia de determinadas políticas sociales se reduzca a la nada la pobreza y, así, eliminar al sujeto delincuente. Por otra parte, despreciar elementos claves en la inseguridad, tales como la presencia de indigentes en las calles, “barras” de drogadictos en las esquinas, limpia vidrios que obligan de “pesados” a “contratar” sus servicios, y otras decenas de situaciones que la gente bien conoce, evidencia estar alejado de un concepto integral de seguridad y es mofarse de las condiciones de tranquilidad con las que uno tiene derecho a vivir su propia vida. No se trata de discriminar, es justamente comprender que la seguridad ciudadana no se aborda con ideologismos y prejuicios.
De cualquier manera, y quizá como reacción a los planteos de la naturaleza como el que se describió, los colorados pudimos incurrir, de cierto modo, en una actitud simétricamente opuesta de la que sería bueno desprenderse. Minimizar la presencia de factores socioeconómicos —llámese pobreza, marginalidad, inequidad, exclusión— como “condiciones sociales de producción” del delito, conlleva culturalizar las conductas de determinados sectores de la sociedad, lo que, de alguna manera, estigmatiza e impide la inclusión de los segmentos sociales involucrados. El discurso batllista especialmente debe incorporar estos aspectos de índole social en su enfoque sobre la seguridad pública.
Estamos frente, entonces, a lo que se entiende es un problema estructural —o sea no dependiente exclusivamente de un único factor, mucho menos meramente coyuntural, sino de un conjunto interrelacionado de componentes— por lo que su abordaje requiere no de simples remedos sino de un plan integral, sistemático, coherente y coordinado.
En ese sentido, entendemos imperioso tomar una serie de medidas consistentes en:
Realizar un profundo estudio sobre criminalidad, violencia, victimización y percepciones ciudadanas, a partir de variables sociodemográficas y singularidades territoriales. Hasta el momento sólo se cuenta con series estadísticas de denuncias de delitos, lo que no es plenamente demostrativo de la magnitud y caracterización del fenómeno del delito (además de verificarse un subregistro).
Realizar un foro de expertos —plural y multidisciplinario— que efectúe un diagnóstico técnicamente sólido de la seguridad, estudie las acciones emprendidas en los últimos años y formule recomendaciones relativas al desarrollo de políticas públicas para reducir los delitos, la violencia y el temor.
Creación de un Consejo Nacional de Seguridad Ciudadana para coordinar la acción de las instituciones del Estado involucradas en el tema y establecer lineamientos para una política de seguridad pública. Debería estar integrado con representantes de los ministerios del Interior, Educación y Cultura, Desarrollo Social, Turismo, Suprema Corte de Justicia, Congreso de Intendentes y Administración Nacional de Educación, habilitándose, además, formas de participación de la sociedad civil. A su vez, podrían crearse consejos departamentales que cumplan similares funciones en sus respectivos departamentos y que coordinen con el Consejo Nacional. Claramente, un abordaje multidimensional como el que sostenemos que se necesita para combatir el delito, requiere una adecuación de la institucionalidad como gestor de la seguridad pública. El camino a recorrer es la conformación de un actor capaz de coordinar y unificar criterios, con competencias definidas y autoridad atribuida en términos concretos.
Algunos especialistas han sugerido que la reducción de la criminalidad depende de la adopción de un enfoque que implique una acción estratégica, racionalmente orientada para problemas bien delimitados sobre la base de diagnósticos consistentes, planificación y evaluación sistemáticas y metas bien definidas, según metodologías adecuadas, operando en condiciones técnico organizacionales apropiadas y adoptando posturas compatibles con las expectativas de los ciudadanos. Sólo así es posible encarar un problema estructural como el que enfrentamos.
Delitos de Mayor Impacto Social
El Gobierno, en un intento desesperado por convencer al ciudadano de que la gestión en seguridad pública va por buen camino, recurre al argumento de que la cantidad total de delitos ha tenido una cierta disminución. Convengamos que, aunque la disminución es saludable, esta forma de medir el índice de criminalidad es superficial y sólo oscurece la realidad, ya que, indudablemente, no todos los delitos tienen la misma importancia y trascendencia social.
Ciertamente, una perspectiva correcta apuntaría a tomar en cuenta los delitos que, en términos de inseguridad e intimidación, poseen un mayor impacto social. Particularmente Chile viene desarrollando este tipo de enfoque desde hace ya algunos años. En el país trasandino se denomina a un conjunto de delitos como “Delitos de Mayor Connotación Social” (robo con violencia, robo con intimidación, robo por sorpresa, robo con fuerza, hurto, lesiones, homicidio y violación, según el Código Penal chileno). A este conjunto de delitos se les atribuye de una mayor trascendencia, se difunden periódicamente estadísticas sobre su evolución, se estudia profundamente el impacto en la población y, por sobre todas las cosas, se dedican los mayores esfuerzos en su combate.
En Uruguay las estadísticas oficiales, manejando correctamente un criterio jurídico, agrupan la mayor parte de los delitos según sean contra la propiedad o contra la persona. Utilizando el criterio chileno y comparando los códigos penales de ambos países, los delitos que deberíamos tomar en cuenta para el Uruguay, y que conjugan delitos contra la propiedad y contra la persona, son: rapiña, hurto, copamiento, lesiones, homicidio y violación. Sin duda, no puede haber dos opiniones sobre la conmoción social que provocan estos delitos —a los que podríamos llamar “Delitos de Mayor Impacto Social”— por lo que la lista de los mismos no plantea dudas. La tasa de los “Delitos de Mayor Impacto Social” para Uruguay ronda los 4.000 delitos cada 100.000 habitantes, tasa superior en un 60% a la que se registra en Chile para sus “Delitos de Mayor Connotación Social”. Particularmente, la cantidad de rapiñas registró un aumento del 3,5% entre los años 2006 y 2007, lo que torna dramática la situación.
En ese sentido, proponemos que se adopte el criterio chileno reconociendo los delitos de mayor impacto social en cuanto a sus consecuencias en términos de inseguridad, estableciendo para los mismos un seguimiento estadístico que contribuya a comprender la real situación de la seguridad ciudadana y, como consecuencia, focalizar las acciones en este tipo de delitos, prestando especial atención a la rapiña, principal flagelo a combatir.
Sentido de protección: juicio y castigo
Lo expuesto en los apartados precedentes comprende en su conjunto un cambio de orientación en la base misma de las políticas públicas de seguridad —enfoque multidimensional, plan integral, nueva institucionalidad y énfasis en los delitos de mayor trascendencia— concerniente a ambientar la concreción de medidas realmente eficientes, al mismo tiempo que la construcción de un sentido de amparo y protección en la población. Naturalmente, la ciudadanía no puede sentir más que desprotección cuando, a la existencia y aumento de los delitos de alto impacto se le agrega la percepción fatalmente comprobada en los hechos de que —además de que el Gobierno pone el acento en el victimario postergando a la víctima— el delito no siempre paga y el criminal, por más aberrante que sea el delito consumado, no es condenado en consonancia con lo terrible de su acción.
Un caso típico son los hechos de violación de menores —muchas veces devenidos en homicidios— que sublevan e indignan, como pocas cosas, a la gente sana. Tenemos la profunda convicción de que es necesario replantearnos el armazón jurídico penal, apuntando a aumentar las penas para los violadores, incluso estableciendo la posibilidad de sumar penas al estilo español, con lo cual algunos criminales tendrían vedada de por vida la salida en libertad. Entendemos que, en la actualidad, un planteo de tal naturaleza no se compadece completamente con ciertas disposiciones constitucionales. Sin embargo, los uruguayos nos debemos un análisis serio en la materia y, si es necesario, debería alterarse la simetría penal y reformar la normativa vigente.
Otro tema vinculado es el de la participación de menores en actos delictivos, especialmente los que incluyen violencia. El debate entre los partidarios de bajar la edad de imputabilidad y quienes no consideran conveniente modificarla lleva muchas décadas. Rompen los ojos los cambios en la estructura social como para no percibir que el fenómeno de la delincuencia juvenil no es, de ningún modo, reproducible en escala y formas a lo que sucedía en el país hace veinte o treinta años atrás y que es posible introducir una clara diferenciación para el caso de los delitos de sangre cometidos por jóvenes menores de dieciocho años.
De cualquier modo, es posible plantearse una medida, en cierta forma complementaria, como la de establecer que se mantengan los antecedentes penales de los menores cuando pasan a ser considerados adultos (se requeriría una modificación del Código de la Niñez y la Adolescencia), eliminando la condición de primario absoluto cuando se llega a la mayoría de edad para el caso de los menores con profuso prontuario.
Prevención y represión
Evidentemente, el panorama no estaría completo si no lo contempláramos con el nivel de las políticas vinculadas al ejercicio de la prevención y represión desarrolladas por las instituciones de la seguridad pública.
En ese sentido, se debe potenciar el efecto disuasivo y preventivo de las fuerzas policiales, que repercuta directamente en una reducción de la cantidad de delitos y en un aumento de la seguridad del ciudadano que percibe la presencia de la Policía. Para ello es necesario multiplicar el patrullaje y aumentar la visualización de la presencia policial (chalecos fluo, cabinas policiales, etc.).
En la misma línea, es prudente estudiar con seriedad y serenidad, el aumento de la participación de efectivos de las Fuerzas Armadas en tareas de prevención, después de los resultados positivos que significó la guardia perimetral de los establecimientos carcelarios.
En muchos sentidos, las acciones disuasivas son, sin duda, la primera barrera de contención de la criminalidad y posee un efecto inmediato y directo en seguridad que pretende sentir el ciudadano, que no aspira a la extirpación del delito pero sí a la certidumbre de que el Estado trabaja por su seguridad.